Dijo el hombre a su nieto, mientras dejaba su caña de pescar afirmada en una horqueta de anckochi clavada en el suelo y sostenida por una piedra colocada sobre su extremo. De ese modo, la caña quedaba firme sobre la pequeña barranca, mientras el hombre se ocupaba de la cañita de pescar del changuito.
En realidad, lo del chico no era una caña, sino una varilla de poco más de un metro de longitud, con un hilo atado en su extremo delgado. El metro y medio de hilo tenía en su otro extremo un anzuelo “mojarrerito” cebado con miga de pan.
El chico, mientras tiraba al agua cada tanto su anzuelito, permanecía callado, tal como le había pedido su abuelo. De pronto exclamó sin levantar la voz: “¡Abuelo, tengo una mojarrita!” Mientras liberaba del anzuelito al pequeño pez y lo ponía en un frasco con agua del río, agregó: “Ahora entiendo. Tenemos que estar callados para que vengan los pescados”. El abuelo, también en voz baja, le dijo que si, que también era para eso, pero que el silencio sirve más que nada para aprender, en tanto que uno habla para comunicar algo.
Estuvieron así un rato: El niño capturaba una que otra mojarra y el abuelo hacía lo propio con los bagres, que no todos eran de buen tamaño, así que de cada tres devolvía dos al agua, porque aún no eran grandes. En eso estaban cuando cerca de ellos acuatizó un ochogo, el ave palmípeda que en otros lugares llaman biguá o pato negro. Al acuatizar, el ave se deslizó unos centímetros como esquiando en la superficie del río.
El niño vio maravillado cómo el ochogo nadaba con todo su cuerpo debajo de la superficie, excepto el cuello y la cabeza, hasta que de pronto sumergía el pico seguido de todo el cuerpo, con un movimiento parecido al que había visto hacer a las ballenas en documentales de la televisión.
El chico dejó de “mojarrear” para quedarse quieto y silencioso, tratando de adivinar dónde emergería el ochogo después de cada inmersión. Vio que el ave, varias veces salía a la superficie sin nada en el pico, pero que cada tanto, de cada zambullida traía un pez, al que acomodaba con certeras sacudidas, para luego tragarlo entero, comenzando por la cabeza. Aparentemente satisfecho, el pato negro se alejó nadando, con el aspecto de un submarino que muestra solamente el periscopio.
Cuando el changuito preparaba nuevamente su anzuelo, el abuelo le indicó la otra orilla, donde los sauces derramaban sus hojas hacia el agua en forma de cascadas. Cerca de la otra banda del río, en un “corto” (lugar poco profundo), unas garcitas blancas corrían, giraban, saltaban, picoteaban el agua, como si estuviesen danzando; estaban capturando mojarritas. El hombre dijo al niño: “Eso debe de ser el malambo de garzas que menciona el poeta Dalmiro Coronel Lugones en su Romance del Río Dulce”. Ambos quedaron observando la escena, hasta que la bandada levantó vuelo para alejarse con sus negras patitas extendidas hacia atrás.
Poco después, en el mismo lugar, llegó con su vuelo majestuoso una garza mora que, con andar también majestuoso, comenzó a servirse sin apuro del cardumen que seguramente estaba en esa orilla. Los peces chicos buscan aguas poco profundas para salvarse de los peces grandes, más voraces y difíciles de evitar que las aves que atacan desde arriba.
Un rato después pasó a poca altura y a poca distancia un ave extraña y hermosa. El hombre explicó al changuito que era un flamenco rosado, que su nombre se debe a que, al volar, sus rojas alas parecen flamas (llamas). Aprovechó para contarle a su manera Las medias de los flamencos, uno de los Cuentos de la selva escritos hace más de un siglo por Horacio Quiroga en la provincia de Misiones. De paso, lo alentó a buscar ese libro en la biblioteca del barrio y disfrutar de otros cuentos.
Cuando las sombras comenzaban a alargarse, el abuelo recogió su línea de pesca, retiró del agua la breve sarta de bagres, mientras el niño levantaba también su anzuelo del agua y enrollaba el hilo en la varilla; enseguida levantaba el frasco de las mojarritas y emprendían la caminata de regreso.
Entonces, el niño dijo: “Cuando estemos tomando el mate cocido, voy a hablar para contar en casa lo que he aprendido. He podido aprender porque estaba callado, como en la escuela”. “¿Qué has aprendido?” Preguntó sonriente el abuelo. El changuito dijo que había aprendido que, estando callados, habían hecho posible la cercanía de peces y pájaros, que había disfrutado mucho de verlos, que los árboles de la orilla del río son más lindos que los otros.
Satisfecho por haber logrado que el hijo de su hija comenzara a sentir curiosidad por los animales silvestres, el hombre comenzó a canturrear: “Lo ven la nube y el cóndor, nacer en las cumbres altas…”
20 de Septiembre de 2022.