Aunque con decir “munayqui” o “munasuni” ya estaríamos diciendo “te amo” sin necesidad de aclarar quién ama a la segunda persona, pues el verbo ya está conjugado en primera persona (Nocka, yo). También podemos decir “munasun” (te quiere, te ama), munasuycu (te queremos, te amamos), munasuncu (te aman, te quieren). Diría munapuni para decir que amo a una tercera persona; munapunqui sería para indicar que tú amas a una tercera persona (él o ella); vamos a decir “munapun” para indicar que una tercera persona (él o ella) ama o quiere a otra tercera persona (a ella o a él).
Dicen que el amor, el cariño, el afecto, deben ser expresados, que la persona destinataria de alguna forma de amor, debería saber que despierta un buen sentimiento en otras personas, que eso hace sentir mejor a la persona querida, que se siente mejor que si no se lo han dicho. Chaina nincu (así dicen).
Hubo en un pago no muy lejano, un hombre muy querido, al que sus hijos le decían todos los días cuánto amor filial sentían por él. Algunos amigos y algunos vecinos apenas conocidos también le expresaban su cariño y reconocimiento por el empeño que ponía el hombre para sostener y hacer crecer una huerta en el páramo que era ese lugar.
Entre los vecinos y amigos hubo quienes escucharon sus consejos, siguieron su ejemplo y poco a poco, con esfuerzo y alegría, fueron plantando y cuidando plantitas, llegando algunos a formar un pequeño huerto, prácticamente una copia de lo que había logrado el vecino al que tanto admiraban. Nunca hubo en el pago un huerto tan grande como el de este gran hortelano. Su familia y muchos vecinos disfrutaban consumiendo la producción de la huerta y aprovechaban la sombra de los árboles que el hortelano había plantado y cuidado.
Cada vez que podía, el hortelano expresaba su deseo de que todo el pueblo comiese alimentos sanos, de su huerta o de la que lograse cada uno, pero no todos los vecinos compartían esos anhelos, pues les resultaba más práctico comprar alimentos envasados, sin tener que andar “doblando el lomo” para conseguir lo que la veleidosa tierra quisiera darles. Los hijos y algunos de los amigos del hortelano, cada tanto, un poco a escondidas y otro poco haciendo ostentación, compraban y consumían enlatados, pues parecían no estar muy convencidos de la prédica del laborioso hombre. Quienes tenían el hábito de expresarle su amor, seguían fieles a la costumbre, y a veces se lo decían mientras abrían una lata de alimentos.
La amplia parcela que el buen hortelano había fertilizado en forma natural y había trabajado durante años, había dejado de ser el suelo pobre y salitroso de otros tiempos para ser ahora una tierra fértil, entre marrón y negra, en la que ya no era necesario trabajar demasiado para cosechar algo poco tiempo después. Los árboles se reproducían por sí mismos e iban formando un lindo bosque. Coincidiendo con todo ello, el buen hombre estaba decayendo en su capacidad laboral; su organismo estaba sintiendo el peso de tantos años de trabajo duro.
Quienes simpatizaban con su prédica, dedicaban sus momentos libres para mantener sus modestas huertas y tratar de ayudar a crecer a uno que otro arbolito; algunos de ellos, cada tanto manifestaban su afecto al viejo hortelano mediante una visita para conversar sobre sembradíos, arboledas llenas de pájaros y todo lo que al hombre apasionaba, mientras que los hijos y las otras personas que lo rodeaban, en algún momento del día le decían: “Munayqqui”, “ancha ashca munasuni” (te quiero muy mucho) y frases así, lo cual llenaba de satisfacción al anciano.
Un día, el anciano hortelano enfermó y su postración presagiaba el final del cual nadie escapa. Los hijos y sus más cercanos extremaron los cuidados para hacerlo sentir bien, sin dejar de expresarle su amor aun cuando parecía dormido. Otras amistades y admiradores vinieron a verlo en la medida en que sus respectivos trabajos y huertitas se lo permitían. La prensa se hizo eco y hubo una vigilia con la silenciosa disputa entre los enviados de los medios de difusión, por obtener la primicia del momento del inminente fallecimiento.
Cuando partió de esta vida el precursor, hubo sinceras escenas de dolor, también muchas fotos y filmaciones, entrevistas a distintos personajes, pues varios periodistas visitantes no tenían en claro cuál era la actividad del difunto ni quiénes eran sus deudos, así que entrevistaban a los más dispuestos a salir al aire para todo el país.
El sepelio fue multitudinario, con la presencia de una gran cantidad de visitantes y gran parte del pueblo. Muchos vecinos no fueron por distintos motivos: Unos no sentían afecto por el hortelano ni por los alimentos de huerta, otros reconocían el valor de su esfuerzo, pero sus propias actividades les impedían ir a semejante aglomeración. Hubo también quienes hicieron una oración por el finado, con los ojos húmedos y sin dejar de desmalezar su pequeña plantación, tal como el hortelano les había enseñado.
Apenas pasado el sepelio, se inició una colecta para erigir un monumento al hortelano en la plaza del pueblo. Los receptores de las numerosas donaciones locales y foráneas fueron los hijos, pues la estatua se haría según directivas de los descendientes directos.
Pasaron los años; el pueblo creció un poco, al igual que la desertificación, que avanzó en parte sobre la gran huerta abandonada. Algunos vecinos siguen cultivando sus huertitas con gran esfuerzo, mientras tratan de inculcar buenos hábitos alimenticios en sus modernizados vecinos.
En el centro de la plaza hay una base cúbica de mampostería parcialmente ennegrecida por el tiempo. Tiene un cartel derruido en el que, con cierta dificultad se puede leer: “Próximamente, aquí habrá una estatua de nuestro amado precursor de la horticultura”.
30 de Noviembre de 2.021.