Por Crístian Ramón Verduc
21/07/2020
“Ciriaco, Pedro, Reinaldo… los nombres son lo de menos.”

Así comienza un poema en el que Don Lorenzo Gutiérrez relata sobre la contratación de hacheros en los pueblos de zona montuosa, en la época del auge de la explotación forestal. También escribió Tan sólo lloró el quebracho, donde cuenta crudamente la muerte de un hachero.

En otro momento en que su poesía nos adentra en el monte atacado por las hachas, Don Lorenzo habla de cortar por metro, que vendría a ser “trabajar por tanto”, cuando se cobra según la cantidad que se produce. Si el hachero es laborioso va a ganar más que si pone poco empeño en el trabajo. Lo importante es la producción; no interesa el nombre del hachero.

En el monte rige la ley del más fuerte: El hachero debe ser más fuerte que el quebracho para vencerlo. También tiene que superar las condiciones del tiempo; no debe haber frío ni calor que le impida hacer su trabajo. Si en la diversión del Domingo surge un malentendido, el débil puede perder la vida.

El patrón tiene fortaleza económica y puede contratar guardias que controlarán el orden; además, es dueño de la única proveeduría, donde los hacheros van a comprar todo lo que necesitan para sobrevivir y para sus “vicios” (fumar, beber). Dicen que los precios en las proveedurías eran abusivos y que las sumas solían tener errores favorables al dueño del negocio, por lo que en pocos días cada hachero había consumido por un valor mayor al que había producido y quedaba debiendo.

Cuentan que los dueños de los obrajes madereros hacían pagar a los hacheros con vales que servían para las compras en la proveeduría, pero que por ser vales y no dinero en efectivo, en la proveeduría tenían un valor menor a lo que valían al momento de haber sido recibidos por el operario. Dicen que el hachero que advertía cómo a medida que pasaba el tiempo más se endeudaba pese a sus esfuerzos, esperaba una noche oscura, si era con lluvia mejor, para huir del obraje sin ser visto por los feroces guardias. Así dicen de esos tiempos pasados.

Esos relatos nos recuerdan las épocas medievales europeas, cuando un rey o un señor feudal era dueño de la tierra y los siervos debían trabajar para pagarle por el derecho a vivir en ese lugar, protegidos por la cercanía del castillo del señor, de donde saldrían los soldados para atacar a soldados invasores o para castigar a los siervos que no habían pagado.

Esas prácticas medievales habrían sido aplicadas en tiempos de la colonización europea en nuestro continente, cuando una gran parcela con sus habitantes incluidos, era entregada a un jefe de la campaña conquistadora, en pago por sus acciones favorables a la Corona y con el mandato de catequizar a los naturales de la zona. Todas esas personas sojuzgadas debían trabajar para el nuevo amo.

Cuentan que en la época del Tahuantinsuyu, esa misma gente que después sería oprimida por el español, trabajaba la tierra para quedarse con la tercera parte de lo producido, pues lo demás iba a sostener el sistema de vida del imperio incaico. De esa contribución de la población, los funcionarios del Tahuantinsuyu obtenían los medios para afrontar las eventuales faltas de producción en otro sector del territorio, lo que podría ocurrir por algún factor climático; también había que prever la ayuda a personas que de algún modo estaban impedidas de sostenerse por sí mismas. Con la contribución del sector productivo se aseguraba el sustento de las tropas guerreras, de los chasquis portadores de mensajes desde y hacia la principal ciudad del imperio, de los constructores de caminos y edificios públicos y, por supuesto, del Inca, sus cortesanos y demás funcionarios que lo representaban en todo el territorio.

En la época colonial también hubo esclavos traídos desde África, los que servían en casas de familias adineradas. Un tiempo después de la declaración de la Independencia, los esclavos fueron dejados en libertad por disposición de las autoridades nacionales reunidas en Asamblea.

Habían pasado seis décadas de la declaración de la Independencia, cuando el gaucho Martín Fierro se quejaba contra la opresión y el despojo a la paisanada. Martín Fierro habla del mandamás local que controla la vida en el pago, protegiendo a sus allegados, castigando a los rebeldes y decidiendo por ellos a la hora de votar; habla del pulpero que se entendía con el Comandante del fortín de frontera para quedarse con gran parte de las provisiones enviadas por el Gobierno, habla de soldados obligados a realizar tareas que no les corresponden, y habla de jueces confabulados con malos ciudadanos para apropiarse de los bienes de los paisanos económicamente débiles, dando a entender que la justicia de los hombres favorece a quien más tiene.

Martín Fierro ha sido escrito hace más de ciento veinte años, pero sus relatos parecen tan actuales como los de Don Lorenzo Gutiérrez, que nos habla de hechos de hace pocas décadas. Todos esos versos parecen actuales, pese a que vivimos en un sistema distinto a lo visto en siglos pasados.

Seguramente, la vigencia de las quejas se debe a que los humanos queremos siempre más y mejor, sea lo que fuere, siendo ese deseo el impulso causante de los descubrimientos e inventos que han permitido llegar al actual estado de cosas, con grandes posibilidades técnicas que en tiempos no muy pasados habrían parecido imposibles. Por ejemplo: Hace cuatro décadas, cuando para llamar por teléfono de la ciudad de Santiago del Estero a la ciudad de La Banda (8 km de distancia) había que pedir a una operadora una comunicación de larga distancia y esperar, no habríamos imaginado que casi todos los habitantes portaríamos en el bolsillo un teléfono con el cual podríamos comunicarnos al instante, incluso viéndonos, con gente que está en cualquier lugar del mundo.

Hemos progresado de un modo sorprendente en cuanto a tecnología. Aún nos falta progresar en la actividad necesaria para asegurar la independencia nacional e individual. Debemos lograr la excelencia en lo que hacemos cada uno, comparando permanentemente el apoyo que se recibe, con el empeño que ponemos y el resultado que se logra. Por ejemplo, si en una oficina pública para atención de la ciudadanía, o en un negocio particular cualquiera, el usuario no queda conforme con la atención recibida, esa atención ha sido deficiente y debe mejorarse.

Para esa mejora cotidiana que nos lleve a la verdadera humanización de nuestro sistema de vida en comunidad, tendremos que poner empeño (ama ckella) en forma verdadera (ama llulla), para merecer la retribución que recibimos (ama súa).

      
21 de Julio de 2.020.

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