Por Crístian Ramón Verduc
03/03/2020
“Mana unanchayqui” (No lo entiendo, o No te entiendo)

Fue la respuesta del lugareño ante la pregunta del recién llegado. El hombre, delgado, rubio y de ojos claros, vestía con sencillez y elegancia. Era evidente que ese día de Primavera le parecía muy caluroso en esa soleada y polvorienta calle del caserío santiagueño. El conductor de la camioneta en que el visitante había llegado, se bajó del vehículo para repetir la pregunta del “gringo”. Entonces el poblador de la zona respondió: “El monte es ése, pero ahí no hay ninguna casa”.

El extranjero, llegado desde tierras lejanas, había estudiado castellano pero le faltaba la práctica necesaria para poder entablar un diálogo con gente que usa regionalismos en el habla cotidiana. En la ciudad de Córdoba había comprado un gran terreno que comenzaba en las barrancas cercanas al Río Dulce y, si el navegador satelital que portaba no funcionaba mal, el pueblo estaba dentro de su propiedad. Antes, había recorrido los organismos oficiales para verificar que la operación inmobiliaria estaba bien hecha.

Luego del un breve recorrido, el extranjero fue a la ciudad para volver de allá con un par de ayudantes y, contratando a unos jóvenes del pueblo, limpió una parte del terreno e hizo una casa muy sencilla, donde había lugar para guardar los elementos de trabajo y una cama para él. Con el correr de los meses fue apareciendo una huerta, senderos que se hicieron caminos, los alambrados necesarios para contener al ganado vacuno que trajo y el habla del visitante mejoró según el oído de los pobladores. Había contratado gente a la que pagaba bien por su trabajo. Era firme y cordial en el el trato, conocía bien las tareas rurales y en ocasiones las hacía él mismo para enseñar a los peones métodos más eficientes para cada trabajo.

Los lugareños se acostumbraron a verlo y a conversar con él, ante la dificultad para pronunciar su nombre, lo llamaron “El Gringo”. Pasaron los meses y El Gringo trajo a su esposa, con dos hijos muy pequeños que pronto aprendieron a hablar el castellano regional.

Una gran sorpresa para el pueblo fue que el Gringo hizo colocar un caño de seis kilómetros que traía agua para el pueblo desde el río, donde una poderosa bomba la impulsaba para ascender los metros necesarios. La explicación del Gringo fue: “Todos necesitamos el agua y no podemos estar haciendo largos viajes hasta el río en camioneta o zorra para traer un poco, ni esperar a que vengan los camiones del gobierno con otro poco”. Meses después, anoticiados los organismos oficiales, mandaron hacer una perforación, una cisterna y un tanque para la provisión de agua al pueblo.
El Gringo y su familia fueron integrándose a la comunidad. Sabían que el pueblo estaba dentro de su propiedad pero nunca pensaron en reclamar esa parte del terreno adquirido. Los hijos iban a la escuela en la zona, eran muy buenos alumnos y compañeros, y además bailaban el folclore argentino. La esposa del Gringo enseñaba a las señoras nuevas formas para cultivar una huerta familiar. El habla ya no era un problema, pues la pronunciación de los extranjeros había mejorado y el oído de los pobladores se había adaptado a su modo de hablar.

El campo del gringo era un floreciente establecimiento ganadero que empleaba mano de obra local. Un día ocurrió algo inesperado: Apareció un señor acompañado por policías, con papeles que acreditaban su propiedad sobre el campo del gringo, y una orden de desalojo. El Gringo no dio por válido el papelerío, dijo que no iba a salir de su casa y por lo tanto fue arrestado y llevado a una celda, por resistencia a la autoridad.

Fue más de una semana el tiempo en que estuvo preso y en su cabeza comenzó a rondar la idea de abandonar todo y volver a su país para trabajar sin riesgos ni deseos de grandes emprendimientos. Cuando fue liberado, no entendió bien la explicación que le dieron del porqué de su detención ni de su liberación. Su esposa había contratado un abogado que también le explicaba cuán arduo había sido el trámite para sacarlo de prisión. Solamente respondió: “Lléveme hasta el campo para retirar algunas cosas y después dígame cuánto le debo”.

Cuando llegó al portón de entrada al campo, encontró un grupo de vecinos que estaban del lado de adentro y portaban herramientas: Hachas, machetes, horquillas, picos y algunas palas. Tímidamente les preguntó: “¿Puedo entrar a retirar mis cosas y las de mi familia?” A lo que uno de los vecinos respondió mientras lo abrazaba: “Es tu casa, Gringo. Aquí estamos impidiendo que entren los usurpadores”.

La resistencia de los vecinos había impedido la toma de posesión por parte del desconocido. Los relatos de fogón dicen que hubo algunas peleas entre los vecinos y la policía. En esos relatos, el mejor combatiente era quien contaba los hechos. Lo concreto es que la autoridad legal había resuelto hacer valer en forma provisoria, el derecho de quien habitaba el campo, mientras revisaba los papeles que dicen que ambas partes tienen iguales derechos. Llamados a declarar algunos vecinos, decían todos mas o menos lo mismo: “Al recién llegado no lo conocemos. El Gringo es nuestro, es uno de nosotros y el campo es de él”.

La esposa del gringo insistió muchas veces en que sería mejor volver a su tierra de campos floridos y trabajar una pequeña parcela, como lo hacían antes. Temía una nueva sorpresa desagradable en esta tierra impredecible. Hasta el paisaje había comenzado a resultarle hostil. Ya no contemplaba embelesada el río cada mañana. Miraba con desconfianza hacia el camino que viene del pueblo.

Los hijos pidieron quedarse; en su idioma materno dijeron que amaban la tierra donde viven los abuelos, pero que ellos querían seguir siendo santiagueños.

En una reunión con asado, guitarra y conversación amable, un vecino le preguntó: “Gringo ¿Por qué has decidido quedarte después de tanto maltrato y trámites interminables?” El amigo de tierras lejanas comenzó hablando en su idioma sin pensarlo, para después decir en buen castellano: “Me quedo por la gente que ha sido tan buena con nosotros, por el paisaje santiagueño que tanto me gusta, por que mi esposa ya no quiere quedarse allá cada vez que visitamos a nuestros mayores, por mis hijos… ¿Sabes lo que ayer me dijo el menor de ellos?: ‘Santiago es ancha súmaj’… ¿Qué habrá querido decir?”     


03 de Marzo de 2.020.

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