Preguntó un amigo al muchacho, el cual respondió que estaba aprendiendo a tocar, que aún no se animaba a decir que ya tocaba. No conforme con la respuesta, el amigo insistió: “Pero… vos tocabas solamente la guitarra, y de pronto te veo con el bandoneón…”
El joven músico, desde niño cantaba copiando de lo que escuchaba en la radio, al igual que casi todos sus amigos. A veces podía presenciar el canto de amigos de su padre, los que muy de vez en cuando venían a su casa para cantar acompañándose con guitarra, mientras su padre tocaba el bandoneón. Esos ensayos del conjunto muy pocas veces se daban en su casa; generalmente su padre salía por las tardes con el bandoneón para ensayar y, según había escuchado, el conjunto ensayaba en casa de un hombre al cual el niño llamaba “tío”.
Ensayaban los días Martes y Jueves; el Viernes y Sábado, su padre salía por la noche muy bien vestido llevando el bandoneón por que tenía actuación en una peña o baile. A veces quedaba en casa el día Domingo, si no salía por la mañana hacia la radio, para volver a media tarde. Los restantes días de la semana, papá dedicaba las tardes a practicar a solas con el bandoneón, sin que nadie lo molestase para nada. El niño observaba cómo sacaba un sonido estirando el instrumento; después era otro el sonido cuando lo cerraba, en interminables ejercicios que parecían no tener sentido, pues se repetía el sonido, como yendo y viniendo, hasta que en algún momento sonaba alguna melodía mas o menos conocida durante un rato y terminaba ese ejercicio de acunar el instrumento durante horas, desde la merienda hasta la cena.
Recordaba el joven que en su época escolar, cuando se levantaba para desayunar, papá ya no estaba pues había salido muy temprano hacia el trabajo, de Lunes a Viernes. Mamá lo hacía almorzar poco después de las doce, para que no pase hambre y para evitar atrasos en sus tareas escolares. Después iba a jugar en el fondo de la casa. A la hora en que “andan los ututus”, era un momento de gran alegría por que papá llegaba del trabajo y los grandes almorzaban, mientras el niñito se sentaba un rato a la mesa solamente para comer un postre, calladito y aprendiendo por imitación los modales de los adultos.
En los fines de semana no había apuro por levantarse a la mañana y desayunaba un poco más tarde, mientras papá dormía, pues había llegado a la casa un par de horas antes desde algún lugar lejano. A veces las actuaciones lo ponían fuera de casa durante todo el fin de semana, desde el Viernes por la tarde. Después surgieron los viajes a Buenos Aires, por actuaciones y para grabar. Supo que su padre pedía anticipos de vacaciones en el trabajo para poder viajar.
Llegada la época de escuela secundaria, el chico empezó a pulsar una guitarra que había en casa. Papá le indicaba cómo debía hacerlo pues, recién hacía notar que también sabía tocar ese instrumento. Tocar la guitarra y cantar fue una ayuda para relacionarse con la gente de la escuela, muchos de ellos del centro de la ciudad. Había otros alumnos que cantaban y todos en cierto modo imitaban a los cantantes de moda; aún así, nunca faltaban las chacareras o zambas en las fiestas escolares o en ocasionales salidas al parque, a la plaza o en alguna reunión en casa de otros estudiantes.
La vida siguió con su ritmo habitual; a veces papá estaba en las fiestas familiares y a veces no. Lo mismo pasaba en los actos escolares de la primaria y de la secundaria. El bandoneón llevaba a su padre por caminos distintos a los de los otros hombres. Viendo bien, los padres de sus compañeros tampoco aparecían mucho en los actos escolares, pues también tenían sus actividades laborales que se lo impedían. Siempre era mamá la que más se ocupaba del necesario apoyo para el estudio.
Un día, estaba en su lugar de trabajo cuando le avisaron que papá había enfermado repentinamente y estaba internado. Mientras iba presuroso al centro médico, recordaba cómo siempre había evitado rozar siquiera al bandoneón y comprendía que era algo inconsciente, que su interior culpaba al instrumento por las ausencias de su padre. Ahora temía no volver a escuchar los interminables ensayos vespertinos en la casa, ante la posibilidad de perder al héroe de su vida.
Vino mucha gente a preguntar por la salud de su padre; casi todos lo mencionaban como “El Maestro”. Alguna vez en el lugar de trabajo, al joven cantor y guitarrero le habían dicho que su nombre era el mismo que el de un gran músico y de ahí no pasó la conversación. Ahora tomaba conciencia de la dimensión de la tarea de su padre. Se puso a escuchar los discos, a leer los recortes de diarios guardados en carpetas, los certificados que estaban en las paredes de la casa. Él también había tomado un ritmo vertiginoso en su vida y no había prestado mucha atención a lo que hacía su padre músico.
Durante los meses de recuperación de papá, no dejó de frecuentar la casa paterna para conversar con él, que disfrutaba viendo jugar a los nietos. Por fin llegó el día en que el Maestro volvió a tener el bandoneón en su regazo y comenzó tímidamente a practicar, como si recién estuviese comenzando a tocar. Un día se dio la sorpresa, cuando el muchacho dijo: “Papá, ayer he comprado este bandoneón y quiero aprender a tocarlo”.
El tiempo de aprendizaje para el alumno y el de recuperación para el Maestro pareció lento, pero de pronto llegó el día en que se daba el gran desafío: Ambos iban a tocar juntos en público. Había gran expectativa, especialmente por la reaparición musical del Maestro. Los números previos fueron pasando, la tensión del muchacho iba en aumento. En el momento de comenzar a tocar no lo hizo, pues sus dedos no respondían a sus pensamientos, sino que comenzaron a moverse por cuenta propia, mientras el fuelle se abría y cerraba sólo, tal como le había dicho su padre que pasaría si dejaba fluir la música sin pensar en cada movimiento. Estaba extrañamente tranquilo en ese momento supremo.
Al terminar la primera parte de la primera chacarera, la ovación le nubló los ojos, pues estaba tocando al lado de un gran músico, y ese músico era nada menos que su padre. Lo demás se tocó solito, sin su intervención, pues solamente disfrutaba del momento dejando al bandoneón vivir su romance con la música.
Al bajar del escenario, contento y secándose una inexistente transpiración del rostro, buscó a su amigo y le dijo: “No toco el bandoneón; el bandoneón me ha tocado a mí, gracias a mi padre”.
26 de Noviembre de 2.019.