“Apodos te pondrán/ (eso ya es cosa sabida)/ que como ramo de rosas/ llevarás toda la vida”. En la chacarera Por Bien Llamado Santiago, el autor Marcelo Ferreyra expone algunas particularidades de nuestra provincia y nuestra gente. Una de esas particularidades, que no es exclusiva de los santiagueños pero que en nuestro pago está especialmente arraigada, es la costumbre de poner apodos o llamar a las personas por el hipocorístico quichua, o aplicar un diminutivo en el nombre.
Un apodo es un nombre que suele darse a una persona basado en la impresión que la misma causa, generalmente por comparación con otros. Así es como escuchamos referirse a alguien como el Gordo, el Flaco, el Negro, el Tuerto, el Petizo, el Rubio, el Alemán, el Manco, etc. Hay apodos que son jocosos o burlones: Tarzán de Jardín, Guarda del Tren Fantasma, etc. También hay sobrenombres que han sido tomados del nombre de personajes famosos; por eso encontramos personas a las que llaman Patoruzú, Chacha, Jaimito, Cachavacha, Sandrini, etc.
A algunas personas se las llama por su lugar de procedencia, como evocando la época en que se originaron los apellidos: El Tucumano, La Cordobesa, La Gallega, El Choyano, etc. Otra práctica que nos lleva a entender el origen de los apellidos es cuando el apodo de alguien es aplicado luego a toda la familia: Los Huacos, Los Morci, Los Sabetodo, etc.
Hay también, como en cualquier otro lugar, los seudónimos artísticos, que facilitan al público la ubicación del artista por ese nombre nombre que no es el verdadero. También en el ambiente marginal hay apodos o “nombres de guerra” a los que la Policía identifica como “alias”, palabra derivada del latín que significa “otro” (otro nombre). Por eso en los medios de comunicación mencionan a ciertos individuos con el nombre más el alias, que puede ser algo así como “el chacal”, “el sátiro”, etc.
Se llama hipocorístico a la palabra resultante de la reducción o modificación del nombre propio. El origen de esta palabra está en la lengua griega y significa “llamar cariñosamente”. A diario escuchamos en nuestros pagos ejemplos de ese trato cariñoso: Juancho por Juan, Lucho por Luis, Mary por María, Juanca por Juan Carlos, etc.
En algunos casos, se usa el diminutivo y el hipocorístico juntos, como en el caso de Luchi para Lucho (Luis), Rosy por decir Rosita (Rosa), Juanchi para Juancho (Juan); hay muchos ejemplos posibles.
Los hipocorísticos quichuas tienen fuerte presencia en nuestro trato afectivo cotidiano: Uvichu por Huerfil o Werfil, Llamu por Ramón, Shanti por Santiago, Benjachu por Benjamín, Jashi por Jacinto, Ashu por Asunción o Azucena, Quishula por Cresencio, Shigu por Segundo, Umbi por Humberto, Isha por Isabel, Joshela por José, etc.
Los diminutivos son comunes también. Hay casos en que se usan durante la infancia solamente y otros en que el diminutivo pasa a ser como un apodo, quedando para toda la vida. Un apodo común en nuestra provincia es Negrita, una palabra cariñosa que suele reemplazar al nombre definitivamente. Es poco común la forma masculina para este apodo diminutivo; se sabe de hombres a los que llaman cariñosamente Negrín. Los diminutivos Carlitos, Juancito, Rosita y otros similares son muy comunes, no solamente en nuestra provincia. Entre los músicos nacionales tenemos por ejemplo al director de orquesta de tangos Mariano Mores, al que los memoriosos llaman Marianito, como en sus comienzos musicales, pese a que hoy está con más de noventa años de edad. Otro ejemplo es la compositora rioplatense Rosita Melo, que lució el diminutivo durante toda la vida. Un caso similar en Santiago del Estero es la cantante Juanita Simón, del conjunto Los Hermanos Simón; si decimos “Juana Simón” parece que nos referimos a otra persona.
En nuestro Alero Quichua tenemos el caso de Carmen del Valle Palavecino. Para quienes la vieron cantar desde niña, es Carmencita para toda la vida. Doña Negrita de Sandoval es una quichuista asidua oyente; Don Pedrito Silvetti ha sido primera guitarra y “cajisto” durante años en la audición y actuaciones. Doña Negrita de Saavedra participó de los diálogos quichuas durante varios años; Don Sixto Palavecino le decía “Doña Yanita”, mientras que a María Teresa Pappalardo llamaba de Yanita (Negrita). Para Don Sixto era natural usar el diminutivo cariñoso entre sus afectos. Cuando se trataba de menores o de niñas jóvenes, usaba la afectuosa expresión “anunítay” (mi almita), muy común entre los quichuistas. Para alguien que se ausentaba durante un cierto tiempo, utilizaba el adjetivo que usan los quichuistas: Chincalu (que se pierde mucho, que desaparece por lapsos prolongados). En Don Ernesto Suárez quedó grabada de por vida la observación de Don Sixto, de que era Shaticu por que se metía en todas partes.
La palabra alias puede resultar chocante, por que la relacionamos con la delincuencia. Hipocorístico puede sonar un poco extraño en el habla popular. Apodo, sobrenombre, apelativo, son denominaciones más comunes. Una forma común de definir un apodo es: “Se llama Fulano de Tal, pero cariñosamente le decimos Negrito”. O también: “A ése le dicen Conejo Negro por que no lo hacen trabajar ni los magos”, por ejemplo. Suele ocurrir que entre los changos santiagueños, en vez de preguntarse por el nombre, pregunten “¿A vos cómo te dicen?”
En un ambiente especial como el que tiene un micrófono enfrente, lo deseable es que a cada persona se la identifique por su nombre completo, el que consta de nombre de pila y apellido. Esto es particularmente necesario en la radio, donde el público no es solamente el que vemos, sino el que está escuchando desde la distancia y ayudado por lo que decimos, para formarse una imagen mental de lo que está ocurriendo.
No debemos olvidar que para el oyente de una radio, poco dice la mención de un nombre de pila, pues es casi seguro que existen varias personas de nombre José, Ramoncito, Pedrito, Martita y otros ejemplos. Cuando la persona usa habitualmente un seudónimo, justamente para ser conocida por el mismo, o cuando se trata de un número artístico individual o grupal, lo razonable es mencionar a tal persona o número artístico por el nombre que fuera adoptado para tal fin. Por más que uno conozca el verdadero nombre del artista, debe respetar su decisión de usar seudónimo, lo que a su vez tendrá bien informado al oyente.
En la vida cotidiana de nuestro Santiago aún pueblerino (gracias a Tata Yaya), seguimos saludándonos de vereda a vereda y utilizando códigos marcados por la afinidad. Ese saludo puede ser un “Hola, negro” o un “¿Qué haces, chica?” o simplemente “¡Velo!”
Cualquiera de las palabras o frases que utilizamos para individualizar a una persona que para nosotros es particularmente importante, viene a ser ese ramo de rosas vitalicio que mencionaba Marcelo Ferreyra. Los apodos, cuando son puestos y repetidos con afecto, son una muestra cabal del humano deseo de confraternizar, desterrando los malos sentimientos que pugnan por salpicarnos mientras marchamos por el bello y breve camino de la vida.
05 de Febrero de 2.013.