Blanca Irurzun decía que lo mejor de nuestra tierra son los ojos de los niños. Hay quienes dicen que en la mirada se refleja el alma o la personalidad. Uno recorre la patria y, observando a los niños, encuentra la misma expresión buena en su mirada, más allá de alegrías y tristezas; sin discriminación de raza o lugar de nacimiento. En cada niño santiagueño vemos (o sería bueno ver) a un hijo nuestro, “hijo de la tierra más linda, hijo de Santiago” (Manuel A. Jugo).
Los adultos imponemos discriminaciones, por rencillas familiares o de vecinos, por disputas entre barrios y clubes que los representan, por color de piel o por diferencias en el poder adquisitivo. Si nos ponemos a observar detenidamente la conducta de los niños, descubriremos que, si bien riñen entre ellos ocasionalmente, no guardan rencor y al poco tiempo están nuevamente compartiendo juegos. Las primeras experiencias en la vida son las que marcan a la persona para el resto de su existencia. Si la atenta mirada de un adulto evita que los niños cometan crueldades entre ellos y los guía en su crecimiento, estará preparando una futura generación de buenos adultos. De más está decir que lo que los adultos hagamos con los menores es fundamental y marca aún más que las disputas infantiles.
Mucho hablamos de la infancia y los derechos de los niños, pero con sólo sentarnos en una esquina céntrica de cualquier ciudad a leer un diario, veremos tristes noticias sobre cosas que ocurren con la infancia, al tiempo que seremos acosados por pobres niños mendigos. Esta lamentable realidad es cada día peor, o por lo menos más notable. Sufre el corazón humano ante todo esto, sabiendo que con unas moneditas no solucionamos el problema de estas inocentes personitas, generalmente explotadas por adultos insaciables, consumidores del producto de las peligrosas aventuras de mendicidad y ocasional rapiña. Es posible que haya unos pocos beneficiarios de estas situaciones dolorosas que afectan a todos. Cuando el criollo ve por las calles de su ciudad a grupos de niños mendigos o simplemente hechados a la calle, queda dolido pensando cuál es su culpa, qué grado de responsabilidad le cabe y qué solución puede aportar.
Felizmente, entre todos sostenemos un aparato administrativo estatal que alberga, entre otros especialistas, a sociólogos, psicólogos y pediatras. Podríamos entonces gozar de la tranquilidad que nos otorga el pensar que estamos contribuyendo para que los que saben, hallen y apliquen la solución para el sufrimiento infantil. Esta ilusión no nos tranquiliza totalmente, pero nos abre la esperanza de algún día poder exigir que cada especialista cumpla con la tarea que, la gran familia que es una comunidad, le encomendó.
06 de Febrero de 2.007