“¡El monte, qué lindo está;/ cómo hay miel de palo…”
¡Qué hermosa descripción hace Don Fortunato Juárez, cuando le canta al monte en el tiempo en que ha entrado el Verano! La estación más cálida ha llegado a Santiago del Estero y a toda la región. Llegan los días calurosos, con un sol implacable que parece ensañarse especialmente con las ciudades y con los campos arrasados, donde Inti sabe que debería ser recibido por los árboles.
Nuestro país de la selva tiene (¿o tenía?) como padre vegetal al páaj, el quebracho, alto y fuerte, capaz de recibir inmutable el impacto pétreo del agua congelada durante las tormentas estivales. Esas pedradas del cielo encuentran un primer freno en las firmes hojas del gigante; enseguida golpean en los duros gajos, que parten en dos al granizo o le hacen saltar astillas. Rebotando de rama en rama, la piedrita de hielo desciende perdiendo peso y velocidad hasta encontrar la copa de un árbol menor o de un arbusto, para luego superar el yuyal y entregar agua fresca al suelo que tanto la necesita. Con toda la trama vegetal como defensa, la tierra recibe el agua de lluvia como una aspersión suave.
Eventualmente, un rayo puede calcinar uno de los árboles altos, que ofrenda su vida por la sagrada misión de ser el nexo entre el suelo y las nubes. Además del árbol, los animales que viven en él son afectados por la descarga del rayo.
Las semillas del quebracho están dotadas de “alas” traslúcidas que provocan en ellas un descenso en planeo en vez de la caída vertical. Los paisanos observadores, lo llamaron páaj (el que vuela).
Entre los habitantes del monte hay una ayuda recíproca. Los árboles dan sombra y protección a los yuyos, y éstos retienen la humedad del suelo, tan necesaria para grandes y chicos. Toda esa vegetación brinda alimento y cobijo a los animales, los que a su vez aportan nutrientes al suelo del que se alimentan las plantas.
Según como se mire, puede parecer que los seres sacheros (montaraces) están matándose entre ellos, o se puede ver que cada especie animal o vegetal hace su aporte para una mejor vida de todos; una vida en la que habrá abundancia de alimento con el consecuente aumento de la reproducción de la vida misma.
El Sol preside el cielo, y desde el cielo llegan los cambios que modifican la vida del monte. Quilla (la Luna), refleja el Sol e influye también en la vida terrestre.
Los seres humanos antiguos sabían integrarse al intrincado y bello sistema de vida del monte, de los llanos e incluso de las montañas. Luego el Hombre quiso más: más alimento, más reproducción, más importancia para sí mismo, y quiso sojuzgar a la Naturaleza. La natural disputa por territorio de caza y recolección, se agravó por el aumento poblacional. Similar a lo que ocurre en el reino animal, las luchas territoriales entre humanos frenan el aumento de población al aparecer como nuevo predador de la especie el propio congénere.
En las luchas contra el prójimo, el Hombre generó las más crueles ideas y prácticas deleznables. Lo peor que trajo nuestro deseo de más y más, ha sido la serie de agresiones a la Naturaleza. Los bombardeos homicidas o intimidatorios, los derrames de toda clase de tóxicos en mares, ríos y arroyos, están destruyendo a un ritmo cada vez mayor, la casa que nos cobija.
Las plantas, productoras de alimento y oxígeno, sufren por la contaminación del suelo y producen menos semillas, disminuyendo así la posibilidad de generar descendencia en un ambiente inhóspito. Eso significa menos alimento, menos cobijo y menos aire sano para los animales y nosotros.
Los desmontes con hacha dejaron al suelo y a los yuyos desprotegidos contra los rayos solares, las heladas y el impacto de las gotas de lluvia o las pedradas de hielo. Con el advenimiento de la motosierra, la topadora y otros artificios arbolicidas, el desastre es mayor.
Por si fuera poco, los humanos sabemos encender fuego, y la emprendemos a llama limpia contra los pastizales y montes. Por pereza, desidia, ignorancia o lo que fuere, causamos grandes quemazones que afectan a la atmósfera y al suelo. La mortandad animal por causa del fuego es incalculable.
Por ahora, a pesar de que calcinamos el suelo, el pasto vuelve a crecer, terco y tenaz. A pesar de la falta de cobijo, la fauna procura vivir en los páramos que vamos formando.
¿Seguirá siendo así? ¿Hasta cuándo? Un día, la Naturaleza dejará de perdonarnos y se rebelará. Posiblemente no estemos aquí ese día. Seguramente estarán nuestros descendientes o los de nuestros amigos.
Ahora mismo es el momento para comenzar a disminuír nuestra acción depredatoria, tomando de la vida solamente lo que necesitamos. Así dejaremos una herencia útil.
El monte aún existe, aunque muy disminuido en su extensión. Aún sigue poniéndose muy lindo con sus flores y sus animales tratando de resistir a nuestra depredación.
Que siga siendo lindo. Depende de cada uno de nosotros.
23 de Noviembre de 2.010.