¡Ahí está Matienzo! Gritó el baqueano buscador. Ahí estaba Benjamín Matienzo, en las alturas andinas.
El afán aventurero del ser humano, desde tiempos inmemoriales, lo hace encarar epopeyas que pueden llevarlo cada vez más lejos, o más alto, o más profundo, o más rápido. Siempre más, arriesgando su todo por ese más.
¿Es ese afán aventurero una locura? ¿Es algo malo? ¿Es necesario? Todas esas y otras preguntas nos hacemos luego de una tragedia acontecida durante un intento de alguien por avanzar más que lo hecho hasta entonces. Si el intento es exitoso, al poco tiempo olvidamos a los pioneros y simplemente aprovechamos con la mayor naturalidad los beneficios del nuevo avance.
Cuando nació la aviación, la mayoría de la gente veía los intentos de “esos locos” solamente como una gran audacia, plagada de riesgos innecesarios. Hoy uno puede viajar bien lejos en poco tiempo, o puede enviar y recibir objetos salvando esas grandes distancias, gracias a las “locuras”de los pioneros y precursores de la aviación.
Un aeronauta es una persona como cualquier otra, con ideales de familia y de comunidad como cualquier hijo de vecino bien enseñado y bien aprendido. El talento y los anhelos que otros tienen para otras actividades, la gente de la actvidad aérea los tiene apuntados hacia el cielo.
Cada provincia argentina tiene el honor de que en su seno haya nacido algún soñador aeronáutico. Todos y cada uno de ellos han aportado para que nosotros, en la vida actual, podamos gozar de los beneficios dejados por sus “locuras.” Aunque nunca despeguemos del suelo, los beneficios de la aeronáutica nos llegan a todos los que vivimos en los sistemas modernos, sobre todo en las ciudades.
Además de la correspondencia postal, hay muchos elementos que requieren de la velocidad y practicidad del transporte aéreo para ser eficaces. Por ejemplo: hay componentes medicinales que deben ser trasladados rápidamente a grandes distancias y en el menor tiempo posible, y eso se consigue solamente con una aeronave. De más está ir al ejemplo tan conocido de los operativos médicos para trasplante de órganos. Hay todo un sistema nacional de ablación de órganos que, sin el transporte aéreo, no sería eficiente.
Pero la gente del aire no exige reconocimiento por sus arriesgados esfuerzos. Ellos lo que quieren es volar, comulgar con el cielo y las nubes, disfrutar de la fabulosa visión nívea de una masa de nubes contemplada desde arriba, o de los mares verdes, marrones y multicolores que les muestra la superficie terrestre.
En la última década del Siglo XIX, en la ciudad de San Miguel de Tucumán, nació Benjamín Matienzo. A los diecinueve años de edad recibió el despacho de Sub Teniente en el Colegio Militar de la Nación, después de tres años de esforzada carrera. Luego se formó piloto en la Escuela Militar de Aviación, en El Palomar.
En esos años, la actividad aeronáutica era poco menos que recién nacida en nuestro país. Era la época en que cada vuelo mas o menos extenso llevaba a las aeronaves hacia cielos nunca hollados por una máquina voladora. Así es como el joven Matienzo, un año después de su formación como piloto, hizo un memorable vuelo de cuatro etapas para unir Buenos Aires con Tucumán. Una de las escalas del vuelo fue en Real Sayana, y otra en la ciudad de Santiago del Estero.
La Cordillera de Los Andes representa un desafío atrayente para los aventureros. Como toda elevación del terreno, está ahí para escalarla y ver qué hay del otro lado. Hoy uno puede cruzar la cordillera cómodamente apoltronado en un ómnibus o en un avión; pero hace cien años, nadie había pasado por los aires de un lado al otro de Los Andes.
En 1.914, el Ingeniero Jorge Newbery, prócer argentino, se accidentó fatalmente en un vuelo previo al intento de cruzar la cordillera en avión. Dos años después, los argentinos Ángel María Zuloaga y Eduardo Bradley atravesaban la cadena montañosa, a bordo del globo Eduardo Newbery, que fuera construido por Jorge Newbery y bautizado en honor a su hermano.
En Abril de 1.918, el Teniente Luis Candelaria consiguió el cruce de Los Andes en avión desde Zapala (Neuquén) hasta Cunco, en Chile, volando a 4.100 metros de altitud. Estaba faltando aún volar por sobre las grandes montañas que están frente a Mendoza, y hacia ahí fueron los pilotos Antonio Parodi, Benjamín Matienzo y Pedro Zanni.
El 3 de Mayo de 1.919, se elevaron desde el aeródromo Los Tamarindos para volar por sobre las cumbres andinas más altas y llegar a Santiago de Chile. Las condiciones meteorológicas los hicieron volver a tierra, a la tierra dura como la realidad cotidiana, donde esperaba la burla de una parte de la prensa por el intento fallido.
El tiempo continuó malo, hasta que el 28 de ese mes, el cielo azul parecía llamarlos hacia más allá de las montañas. Emprendieron el vuelo y dos de ellos debieron volver. Solamente Benjamín Matienzo continuaba en algún lugar allá arriba.
Pasaron los días y Matienzo permanecía en lo alto. Lo buscaban desde ambos lados de la cordillera. Los posteriores hallazgos del piloto y su avión, con 30 años de diferencia, permiten inferir lo que ocurrió:
Posiblemente por causa de las condiciones aerológicas adversas, el avión se precipitó o Matienzo debió posarlo de emergencia. Esto fue a 4.500 metros de altitud y cerca de la línea fronteriza. De ahí, el piloto caminó unos 20 kilómetros bajo condiciones extremadamante rigurosas, en dirección a Las Cuevas (Mendoza).
Si uno permanece mucho tiempo por encima de los 4.000 metros de altitud, el organismo sufre falta de oxigenación, lo que puede acarrear debilidad y delirios hasta llegar a la muerte. Por otra parte, el frío intenso de la alta montaña es capaz de penetrar cualquier ropa y causar congelamiento. Las células congeladas se rompen, igual que una botella llena con líquido dejada en el congelador de una heladera. El frío intenso llega a ser muy doloroso y mortal.
Es posible que el aviador no haya percibido que estaba llegando a un refugio que podría haberlo salvado, cuando cayó o se recostó sobre una gran piedra, con los brazos abiertos, agotado y aterido. Los brazos abiertos como alas, para volar hacia la memoria criolla e internacional.
Benjamín Matienzo está en el nombre de escuelas, calles, clubes y otras instituciones. También está en el nombre del Aeropuerto Internacional de su provincia natal. Está en la memoria de la gente que sueña con alcanzar las alturas.
Habían pasado casi siete meses desde el 28 de Mayo de 1.919, cuando los tres aviones decolaran de Los Tamarindos. Una mañana de Noviembre de ese año, a unos 200 metros de un refugio ubicado a menos de cuatro leguas de Las Cuevas, en medio de la nieve invernal que resistía, el baqueano Juan Hernández comprobó que el cóndor tucumano se había remontado al infinito, y gritó tristemente a sus compañeros de búsqueda: “¡Ahí está Matienzo!”
25 de Mayo de 2.010.