Por Crístian Ramón Verduc
26/03/2019
"Con el orgullo de ser y sentirnos santiagueños"

Era la presentación de un conocido y añorado programa radial que Juan Carlos Carabajal conducía todas las tardes.

El orgullo legítimo que uno siente por características o logros propios o de gente muy cercana, vendría a ser la autoestima bien firme, con un poco de exageración. Es necesario cuidar nuestras actitudes, para que el orgullo no sea exagerado, pues caeríamos en la soberbia, en la arrogancia. El orgullo, el amor propio, deben servir para lograr en cada uno la actitud digna que nos aparte de la autohumillación y el servilismo. En síntesis, estaríamos bien si llegamos a sentir lo que expresa una milonga “surera”: “Nunca me he creido más que otro, tampoco menos que nadie”.

El amor propio es muy necesario si queremos cumplir con el segundo mandamiento bíblico, que dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Se entiende que quien no se ama a sí mismo, no tiene amor para dar.

En ocasiones, es muy difícil percibir la diferencia entre comportamiento digno, orgullo, vanidad o soberbia. Generalmente, para una misma actitud, habrá tantas valoraciones u opiniones como observadores haya. Hay casos que nos relatan, en los que uno debe prestar mucha atención para valorar lo hecho por los protagonistas del hecho que se cuenta. Uno de ellos es el siguiente:

Don Simón tenía un gran campo en la provincia de Santiago del Estero; era un campo que producía muy bien, más que nada por la dedicación con que controlaban y solucionaban los problemas él mismo y su capataz, llamado Cristóbal.

Cristóbal era un hombre fuerte, de buena contextura física, respetado por todos debido a su fama de hombre honesto y solidario. Muchos lo llamaban “Cristo”, por la costumbre de reducir las palabras a dos sílabas; otros le decían “Morci” (por morcilla) debido a su piel morena curtida por el Sol. Era común escuchar: “Si Cristo ha dicho que es así, es así. Cristo no te va a mentir”.

Cristóbal era tan confiable que el patrón le permitía entrar a cualquier habitación de la casa grande, donde vivía la familia de Simón. Si algo había que buscar en la casa de Simón, era Morci el encargado de entrar a traer lo que fuere. Simón tenía una caja que a veces contenía mucho dinero y Cristo lo sabía, pero nunca había tocado esa caja por ningún motivo.

Viendo que su establecimiento era próspero, Simón regaló a Cristóbal una parcela amplia y animales vacunos. Cristo había entrado a trabajar poseyendo un carro con seis animales de tiro, más dos de montar. De pronto se veía dueño de un campo para sembrar y tenía sus propias vacas. Se sentía feliz y agradecido. Su esposa e hijos estaban orgullosos por él. Cristóbal se ocupaba del campo de Simón y la familia de Cristóbal se ocupaba del propio campo. No les faltaba nada: Había verduras, leche, queso, huevos, pan casero… todo lo producían ellos mismos, y cada mes Cristo cobraba el sueldo, con lo que compraban mercaderías, ropa, útiles escolares, e incluso había comenzado a juntar un dinero en una caja, para afrontar imprevistos.

Una noche había fiesta en la casa de Don Simón. Estaba casi todo el pueblo reunido en el patio, entre música y baile junto a una mesa abundante. Como era su costumbre, Cristóbal volvió temprano a su casa, pues al día siguiente debía trabajar. La fiesta seguía.

Por la mañana, Simón hizo una denuncia: Su caja con dinero había desaparecido durante la fiesta. Según sus hijos, el único que había entrado en la casa era Cristóbal. El hombre se veía abatido, triste, incrédulo. El Comisario, sorprendido ante la sospecha, mandó a su Agente que citara a Cristo para tomarle declaración.

Le dijo directamente: “Morci, confío en que no vas a mentirme. Si has robado la plata y la devuelves, no habrá ningún problema. Si has robado y no devuelves, vas a la cárcel. Si no confiesas, vas al cepo hasta que me cuentes todo”. Cristóbal respondió: “No tengo nada que devolver ni nada que contar”. El tenso diálogo se repitió tres veces en las siguientes dos horas, y con alivio para el Agente que estaba preparando el cepo, el Comisario dejó libre a Cristo, con la orden de no irse del pago sin avisarle. Al salir de la Comisaría, Morci parecía viejo, vencido.

Pocos días después, el Comisario supo que un muchacho de la zona estaba gastando mucho dinero en bebida, carreras de caballos y juegos de taba. Luego del interrogatorio del Comisario, camino al cepo el joven confesó el robo y ofreció devolver inmediatamente el dinero que le quedaba y pagar el resto con trabajo.

Simón llegó de un galope a la casa de Cristóbal, quien estaba cargando enseres en su viejo carro. Pretendió abrazarlo mientras se disculpaba. Cristóbal solamente respondió: “Me voy, señor; ya no soy su hombre de confianza; por favor, recíbame los papeles del campo; si no, se los dejo en la Comisaría”.

Después de una dura travesía, construyeron un ranchito en un terreno fiscal, en las afueras de la ciudad de La Banda, y comenzaron a buscar el modo de salir adelante. La lucha de toda la familia para sobrevivir fue muy dura. Cristóbal siempre pensaba que a su familia la había condenado a las privaciones después de haber vivido en la abundancia, y que era por culpa de su orgullo.  

La esposa acostumbraba decirle a sus nueras: “Pobre mi Cristo. Desde hace años que se culpa por nuestro modo de vivir. Yo estoy orgullosa, por que él ha sabido mantener en alto su dignidad y la de nuestra familia”.

Los nietos, sin mala intención, repetían una canción que estaba de moda en la radio: “¿Quién tiene la culpa de todo? – ¡Cristóbal, Cristóbal!” y Cristóbal, al que ya nadie llamaba Morci, más se hundía en su tristeza.   

Una mañana, postrado en la cama de la casa que había sustituido al rancho de quincha, Cristóbal reunió a su familia para pedirles perdón por haberlos hecho sufrir tanto. Su hijo mayor tomó la palabra en nombre de todos: “Tata, nos has enseñado a ser luchadores, a conseguir todo con el trabajo honesto y sin perder la dignidad”. Enseguida lo llevaron al hospital, de donde ya no volvería vivo.

La soberbia y la vanidad son desagradables. Debemos cuidar la dignidad propia y la de todo lo que amamos, incluso del quichua que nos une en esta página. Por eso repetimos, en palabras y en hechos, un legado de Don Sixto Palavecino: “Yo no pretendo que el quichua sobrepase a los demás, pero tampoco sea menos: Debe estar de igual a igual”.  

(Un agradecimiento a Marcelo Salvatierra por el relato, que fue adaptado para este artículo).

26 de Marzo de 2.019.

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