Por Crístian Ramón Verduc
17/04/2018
“¿Dónde estará mi caja?”

Se preguntaba el anciano, mientras con un palito movía unas brasas en el fogoncito en el que estuvo la pava con la que mateaba solo. Solamente cambiaba de lugar a las brasas, pues el fuego estaba vivo y no necesitaba ser atizado. Mientras comenzaba a tomar otro mate, sus ojos apuntaban hacia el cercano sembrado, pero el pensamiento volaba más allá de los cerros que podía ver cada tanto hacia el Oeste. En días de cielo límpido, el horizonte apenas se eleva irregular y azulado, en el Oeste y en el Noroeste, indicando que ahí están los cerros de nuestros vecinos catamarqueños y tucumanos.

En aquel lejano año, para llegar a Catamarca tuvo que pasar hasta la provincia de La Rioja, con el tren siguiendo el llano. Después, una vez instalado allá, supo volver al pago cada tanto, a veces pasando por Tucumán y a veces directamente desde Catamarca. Cuando el viaje de regreso era directo, en ocasiones volvió por las alturas de La Cuesta del Portezuelo, donde el paisaje del valle se ve enorme. Casi siempre volvía por la Cuesta del Totoral y la pequeña Cuesta de La Viña, ambas con muy buen arbolado; al cruzar el río Huacra entraba en la provincia de Tucumán; ahí podía seguir derecho por la Ruta 38 y llegar a la capital provincial, o doblar a la derecha y tomar un enripiado por el cual entraría a nuestro Santiago luego de pasar nuevamente por territorio catamarqueño.

Cuando uno toma mate junto al fogón, el corazón deja de galopar y desensilla, para abrirse al diálogo. Si uno está acompañado, seguramente surgirá una tranquila conversación sobre asuntos que parecen irrelevantes, pero que tienen gran importancia para quienes comparten el mate. Si uno está solo, va a dialogar consigo mismo y la conversación puede tomar vuelos insospechados. En esa ocasión, el corazón del paisano lo llevó hacia su caja vidalera.

Hizo un rápido repaso de su azarosa vida, con andanzas que comenzaron en los albores de su existencia, con viajes no muy largos, que para un huahuita de poca edad parecen poco menos que interminables y que nunca dejaron de ser cada uno una aventura. Cual abeja que va reconociendo el territorio cercano a su casa, sus viajes se hicieron cada vez más amplios, como para llegar a entender que su casa es su provincia y no solamente la vivienda donde se domicilia.

Evocando su infancia, entre los recuerdos gratos más lejanos apareció su afición por el bombo. Con sus hermanos tocaban el bombo en la mesa o en un ropero, hasta que eran expulsados al patio para que no hagan bulla en la casa. En el patio, o en el amplio fondo de la casa, el pecho de cada uno pasaba a ser el bombo. Esos changuitos escuchaban a los conjuntos folclóricos de la época, o veían sus fotos en el diario, y soñaban unos con una guitarra y otros con un bombo.

Mientras sacaba la pava del treve para colocarla bien junto a las brasas, el paisano santiagueño recordaba la noche en que le habían entregado un tarro de cartón en forma de bombo; era el que en pocos días habían dejado sin dulce de leche. El tarro de cartón se parecía mucho a los bombos que veía en las fotos y a veces en las casas de artículos regionales del centro. Los bombos ofrecidos en los negocios de productos regionales se veían muy lindos, pero eran muy costosos. Tocado cuidadosamente con dos palitos de la morera, el tarro de cartón sonaba como el mejor bombo y servía para acompañar el canto.

Una vez desfondado el tarro de cartón por tantas chacareras, gatos, escondidos y zambas, volvió a sonar la mesa o el pecho, hasta que un día llegó la gran compañera del canto: Una caja vidalera. La caja era hermosa y sonaba muy lindo; uno de sus parches tenía un agujerito que podía ser una falla del cuero, o algún accidente con el dueño anterior. Esta caja vidalera servía como bombo, apoyada en el muslo y sostenida con el antebrazo izquierdo. En cada atardecer, el preadolescente tocaba su caja y cantaba para la rueda del mate de los adultos, estimulado por el elogio y aprendiendo cada día la canción que le habían encargado en la tarde anterior. A su vez, la caja vidalera iba descubriendo que ella servía para acompañar cualquier ritmo folclórico del Noroeste Argentino.

Cuando el muchacho viajó por su cuenta a Buenos Aires, allá fue su caja también, para mitigar esa nostalgia que humedece los ojos en cada atardecer, y ha sido compañera también en el alegre regreso al pago, después de cumplir con la consigna de ir también a la ciudad hacia la que “todos” los santiagueños van. Ha sido todo un desafío el demostrarse que se puede ir, vivir un tiempo allá y volver tan santiagueño como se había ido; posiblemente la cajita vidalera había ayudado también en eso.

Un par de años después, llegó la obligación de conocer los paisajes de Catamarca, bella provincia vecina. Por las dudas, la caja había quedado bien abrigada en Santiago, pero una vez asegurado de que no habría riesgos para ella, el chango la llevó para cantar en la provincia vecina. Ahí descubrió, por comentarios de sus numerosos compañeros, que su cajita no tenía la forma circular que tienen las otras, sino que era un poco deforme. Igual, lo importante es que, aún con los parches originales, al cabo de más de una década conservaba su buen sonido.

Otra vez las chacareras santiagueñas alegraron los momentos del grupo de santiagueños nostálgicos, esta vez con guitarra y la caja vidalera. Ya había canto a dúo y “entre muchos” como en Santiago. Entre los aficionados a la música santiagueña, había un señor que disfrutaba particularmente de la deforme cajita vidalera; no sólo la tocaba para sacarle sonido, sino que a veces la acariciaba, como solamente un músico suele hacer con un instrumento.

Una vez organizado el regreso definitivo al pago, el chango regaló su cajita vidalera al señor catamarqueño que tanto la quería y nunca la había pedido, salvo para tocarla un momento con mucho cariño. No hubo despedida con la compañera de tantos años, pues al quedar ella en tan buenas manos, era como seguir juntos en la vida.

Hoy, pasados muchos años, sentado junto al fogón, inclinado hacia las brasas, el viejo cantor se preguntó qué habrá sido de su cajita vidalera. En eso estaba cuando dos gotas chirriaron en el fuego. El hombre levantó la cabeza, pensando que llovía y el techo tendría una gotera. Afuera, Inti (el Sol) parecía una refulgente caja vidalera.

17 de Abril de 2.018.

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